El Gobierno Digital
Si bien hemos usado asiduamente las expresiones “gobierno electrónico”, “gobierno digital” o “administración electrónica” (Boletín e-Gobierno), todas ellas nos parecieron siempre anodinas para aludir a la aplicación de las TIC en las administraciones públicas y en sus relaciones con las personas, organizaciones y empresas. Además, hoy suenan ya como añejas y sus denotaciones saben a rancias.
Desde nuestra perspectiva, la persistencia de tales expresiones habría respondido -más que a un mito- a que nuestra natural inercia hacia el menor esfuerzo determinó que nos mantuviéramos en una mediocridad conceptual que condicionó nuestras visiones y acciones en la materia.
Es así como, sin perjuicio de varias aplicaciones valiosas, las herramientas de “Gobierno Electrónico” fueron usadas, en diversos ámbitos burocráticos, como “atajo” para eludir cambios fundamentales en estructuras, competencias, atribuciones, prestaciones, procesos y trámites. Es que en estos tiempos ya no se habla de la necesidad de acciones de “reforma y modernización administrativa” (¡¡qué antigüedad!!) la prioridad reside hoy en “subir todo a Internet” como panacea para la eficacia, la eficiencia y la efectividad, así como por “abrir” datos (“open data”) frecuentemente irrelevantes, para proyectar una imagen de transparencia y colaboración propia de los “gobiernos abiertos”.
En otro orden, tampoco nos satisface la expresión “gobierno ubicuo”, la cual –con base en la acepción del diccionario RAE- enfatizaría en una supuesta vocación (cuasi-teocrática) del gobierno por estar presente simultáneamente en todas partes y fisgar todo. De acuerdo con nuestra visión, los gobiernos no están ni deberían estar presentes en todo ni en todas partes. Deberían estar exclusivamente donde, cuando y como les corresponda para cumplir con la misión y las funciones que le asignan sus respectivas sociedades. La expresión “gobierno ubicuo” implicaría entonces -desde nuestro punto de vista- diversos riesgos; por ejemplo, que algún “iluminado” pretenda plasmar en la realidad esa “ubicuidad” metafórica, en detrimento de derechos esenciales reconocidos por la Declaración Universal de Derechos Humanos (Naciones Unidas, 1948).
Caracterización del ciudadano
Para caracterizar al “ciudadano” podemos adoptar la acepción operacional explícita en la Cartas Iberoamericanas de Gobierno Electrónico (CLAD, 2007) y de Calidad en la Gestión Pública (CLAD, 2008): “se entiende por ciudadano cualquier persona natural o jurídica que tenga que relacionarse con una Administración Pública y se encuentre en territorio del país o posea el derecho a hacerlo aunque esté fuera de dicho país”.
Pero el hecho de adoptar tal acepción operacional no implica ignorar el valioso patrimonio doctrinario en la temática de la ciudadanía que -con base en el legado de Platón y Aristóteles- fue desarrollado por figuras como John Locke, Jean-Jacques Rousseau, Charles-Louis de Secondat (Montesquieu), Thomas Hobbes, David Hume, Alexis de Tocqueville, Immanuel Kant y Hannah Arendt, entre otros.
Dicho patrimonio, junto a la permanente puja social y política por ampliar el rango y alcance de los derechos ciudadanos, alientan nuestras expectativas de un posible cambio en relación con un fatídico devenir. Por ejemplo, Otte (2010) manifiesta que, pese a la inmensa cantidad de información hoy disponible, estamos más desinformados que nunca y cercanos a una forma de sometimiento neo-feudal, a través del ocultamiento de información, de la difusión de descaradas quimeras como información veraz, así como de repertorios de desinformación diseñados deliberadamente para aturdir, atontar y manipular. Sachs (2011) señala, por su parte, que las sociedades podrían superar las actuales crisis de pobreza, enfermedad, hambre e inestabilidad si se comprometieran con la verdad científica, ética y personal; pero que el gran problema reside en que “el poder aborrece la verdad y la combate sin tregua”.
El artículo completo está disponible en el número impreso de u-GOB.