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Por qué Smart City es un compromiso cívico mayor

Por qué Smart City es un compromiso cívico mayor

¿Sabías que la palabra SMART es el acrónimo de Self Monitoring Analysis and Reporting Technology? Bueno, dicho esto, me alejo de su origen y me voy a su uso más urbano, a qué significado tiene cuando la llevamos al espacio de ciudad o región donde las personas conviven, interaccionan y se relacionan. 

Smart se usa como prefijo lingüístico, un adjetivo comunicacional y un concepto bastante “quemado”. La palabra smart suele utilizarse para indicar que algo es inteligente, siempre que haya una TIC de por medio, pero, más adecuadamente, cuando se debe pensar y actuar inteligentemente. Asimismo, se utiliza abiertamente para hablar de “ciudades inteligentes”, mezclando dentro de la idea varios ámbitos: tecnológico, económico, financiero, movilidad y otros, pero Smart City no es un tema digital ni informático ni tecnológico. 

Durante muchos años se ha asumido que una Smart City es una ciudad con WiFi en las plazas y se asocia con usar apps y Datos Abiertos. Sin embargo, la realidad ha mostrado que este tipo de actuaciones ni han mejorado la calidad de vida ni han hecho mejores ciudades. Es más, la propia tecnología ha generado ghettos o desigualdades.

Dentro de la actual pandemia causada por el coronavirus, de la que surgirá una “nueva normalidad”, o luego de múltiples catástrofes ambientales y desafíos económicos y sociales, tales como sobrepoblación, desigualdad social entre barrios, inmigración urbana, inseguridad y desprotección policial, entre otros, las ciudades ya no buscan ser más tecnificadas, sino más seguras, resilientes y justas.

Así, Smart City significa vivir bien, más no hiperconectado. Se trata de intentar una resiliencia por el buen vivir frente a la demagogia y el monopolio de las TIC como único futuro posible. Es por ello que, actualmente, es mejor emplear la idea de Smart City para crear ciudades pensadas y diseñadas de forma inteligente que resulten útiles para vivir bien de aquí a 50 años o más, y el COVID-19, de una u otra manera, puede contribuir a la implementación de esta nueva forma de vida que nos permitirá salir adelante. 

Un modelo actualizado

Ante la realidad actual, debemos repensar las ciudades desde su funcionamiento, siempre teniendo en cuenta los fallos de consumo, salud y contaminación (de cualquier tipo) o los imprevistos que puedan existir debidos a la gestión de servicios urbanos, ordenación de las ciudades o espacios seguros. 

Por supuesto, lo anterior no es factible sin dejar de considerar lo que se avecina, lo que ya llegó y que vivimos o, todavía más importante, pensando cómo será la nueva normalidad, donde es indispensable tener presentes las formas de convivencia, de interacción y de consumo, así como las percepciones que se estarán definiendo y rehaciendo conforme vayamos avanzando.  

Así pues, si deseamos estar preparados para los retos a los que nos enfrentaremos, debemos pensar en:

  1. Cadenas alimenticias, sanitarias y de producción más robustas, resilientes y justas, controlando los nuevos niveles extractivistas y de generación de recursos. 
  2. Re-cosmovisión respecto del medio ambiente y re-pensamiento de nuestro vínculo con el planeta y el entorno, pues hemos constatado (lamentablemente) que, sin nuestra presencia, las cosas van mejor. 
  3. Selección de autoridades públicas comprometidas, visibles y transparentes (no que apoyen la transparencia, sino que sean realmente transparentes), y con habilidades para liderar, gestionar liderazgos y reaccionar ante las crisis. 
  4. Desigualdades claras. Por ejemplo, no es lo mismo movilizarse manteniendo distancias en un automóvil propio que hacerlo en el transporte público, como lo hacen miles de trabajadores a diario en las ciudades. 
  5. Infodemia, donde caen en la misma categoría fake news, falta, exceso o incompletitud de información. 
  6. Ética legal e informática coherente, pues no sirve tener grandes sistemas informáticos o informatizados con fuertes sistemas de control computacional o legal si los operadores o diseñadores de estos sistemas son parte de las redes de corrupción o no están alineados a los posibles nuevos valores y “miran para otro lado”.
  7. Gestión responsable de la economía de plataformas para salvaguardar a miles de trabajadores que se desplazarán a diario y a otros miles que vivirán de este servicio. 
  8. Transfronterización e invisibilidad de las fronteras en ciudades digitales frente a la defensa de los ciudadanos que viven en ellas. 

Es por todo ello que una Smart City requiere compromiso cívico y, por lo tanto, un compromiso activo si la ciudad ha de ser inteligente. En este nuevo espacio de normalidad, la propia ciudad inteligente podrá ser en sí misma un medio o activo para encontrar una nueva forma de coexistir, pero sin esperar que la defina. 

Este compromiso requiere de los ciudadanos crear y participar más en el desarrollo de sus propias ciudades, y que los actores que gestionan la ciudad faciliten ese mismo compromiso y adquieran ellos o ellas el mismo compromiso como ciudadanos, no como una élite funcionarial. Es decir, hablamos de un mejor control del gasto público, de un mayor rendimiento del transporte público, de crear nuevas ideas y aplicaciones para sus ciudades, y de facilitar y ordenar datos. 

Ahora es tiempo de que los gestores de los espacios urbanos y territoriales sean proactivos en mejorar la calidad y seguridad de vida de las ciudades, aprovechando las TIC y las tecnologías.

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