Iniciamos una década que se aventura apasionante en las transformaciones sociales que están por llegar y es probable que esta sea la etapa más decisiva en la era contemporánea, ya que no sólo estamos en el albur de miles de innovaciones que cambiarán nuestras formas de vida y de relacionarnos con los demás, sino también ante una encrucijada ética y de sostenibilidad. El mundo puede ser un lugar mucho mejor que el que conocemos después de esta decisiva década, pero también un lugar mucho peor. Está en nuestras manos el devenir de los tiempos.
Tenemos por delante el futuro de la sostenibilidad del planeta, el aumento radical de la esperanza de vida, la eliminación de las desigualdades más aberrantes en el mundo o la consecución de la paz y la democracia como modelos hegemónicos de gobernanza social mundial. Cambios drásticos que están al alcance de nuestros dedos en esta década de los 20 a los que, sin duda, también les afectan grandes dificultades.
En este panorama, los gobiernos democráticos y sus Administraciones Públicas son actores centrales e indispensables, sin los cuales no podrán abordarse tantos y tan profundos avances. En un momento en el que los populismos democráticos, tanto de izquierda como de derecha, están más de moda que nunca, sólo la reforma a favor de la ética y la eficacia de las democracias liberales puede ser la vía para conseguir la herramienta pública necesaria en los cambios hacia esta nueva modernidad.
Si nos quedamos impasibles y conformes en una era de cambio permanente, si no adoptamos las actitudes más críticas y reformistas, y si no ponemos todo el empeño en estas transformaciones, la deriva populista se llevará por delante todo el avance de las estructuras democráticas. Y es que no hay que engañarse: en todo este entramado de cambios y transformaciones, el eslabón más débil lo representan los Estados, sus burocracias y sus instituciones.
Una carrera por la supervivencia
La sociedad seguirá avanzando, se seguirán dando innovaciones y transformaciones, y el progreso no se detendrá ante nada, pero sin sistemas democráticos fuertes y sólidos que regulen las implicaciones éticas y sociales de esta vorágine de cambios, el rumbo de todo ese progreso puede llevarnos a sociedades peores que las actuales.
De nada sirve tener mejor tecnología si ahonda la desigualdad, de muy poco sirve elevar 20 años la esperanza de vida si sólo es para los más ricos, no sirve lograr nuevas fuentes de energía si la contaminación del mundo lo convierte en un lugar insostenible para la vida. Por ello, las transformaciones públicas con el objetivo de lograr democracias representativas y constitucionales resistentes ante los populismos, participativas y transparentes con sus ciudadanos, eficientes en sus medios y sus resultados, y éticas con sus minorías y el medio ambiente, son el reto transformador más importante y prioritario de esta década.
Frente a soluciones fáciles y rápidas de los que abogan por opciones populistas que fragmentan las instituciones democráticas, las laminan o eliminan bajo falsos argumentos de eficiencia o de cercanía con el “pueblo”. Todos los demócratas y, sobre todo, todos los investigadores de las Ciencias Sociales, debemos abogar por hacer valer el arduo esfuerzo de miles de intelectuales, académicos y divulgadores que nos precedieron: estas respuestas fáciles nos llevan siempre a situaciones lamentables y la única vía defendible es la de la democracia liberal que reconoce ante todo los derechos humanos, es decir, los derechos civiles, políticos y sociales de todos y ante todos.
Puede parecer innecesario decir esto, pero es absolutamente pertinente. Los populismos, en su afán perpetuo por dividir las sociedades entre buenos y malos, acaban transgrediendo los límites de la democracia liberal, que son los derechos inalienables de las minorías, incluso de los individuos.
Los populismos intentan convertir las democracias en oclocracias o, lo que es lo mismo, el gobierno de las masas. La democracia es el gobierno de la mayoría, pero no el gobierno de la mayoría por encima de los derechos de la minoría y eso es la oclocracia. El pueblo es un conjunto indivisible que, pese a tener una mayoría política, no puede ir en contra de los derechos básicos de ningún miembro, sin embargo, la oclocracia es el gobierno de la masa, por encima de los derechos de las minorías y los individuos.
En esta era de avances constantes todos somos responsables del devenir de los tiempos, todos tenemos algo que decir y hacer, desde reciclar hasta donar sangre, desde consumir responsablemente a contribuir a que la paz y la democracia sean los sistemas de gobernanza social hegemónicos del mundo. Estamos en la encrucijada, los avances no se detendrán y en nuestra mano está que nos lleven a un lugar mejor o no.