Las interacciones cotidianas de las personas con el Estado han construido la idea de que todo aquello relacionado con la palabra “gobierno” suele ser lento, acartonado e inaccesible. No es de extrañar que incluso diversas manifestaciones electorales hayan abandonado viejos reclamos para centrarse en la crítica sobre lo inoperable de las estructuras burocráticas, reivindicándose como los administradores ideales para su reestructuración. Tampoco resulta extraño que el propio concepto de “burócrata” sea utilizado de manera despectiva en diversos contextos. Pero ¿es el Estado un espacio naturalmente antagónico de la innovación y la creatividad?
A pesar de lo anterior, el papel del Estado es central al hablar de innovación tecnológica y científica, por muy malas relaciones públicas que tenga en la materia. «La innovación es un proceso colectivo, enormemente incierto y acumulativo. Por dicha incertidumbre, sobre todo en su primera etapa, no tiene atractivo económico para los privados con visión cortoplacista”, dijo Alicia Bárcena, Secretaria Ejecutiva de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe), al presentar en 2016 a Mariana Mazzucato en la cátedra Raúl Prebisch.
La economista de la Universidad de Sussex y autora del libro El Estado emprendedor: mitos del sector público frente al privado ha venido desmontado, con evidencias, que el descartar al Estado como motor de la innovación resulta un argumento basado en el desconocimiento o en la deshonestidad intelectual de quien lo utilice, y es que a partir de una revisión de la historia económica de las grandes transformaciones técnicas y cognitivas de los últimos siglos, vemos la mano del Estado detrás de todas ellas.
Terminantes resultan los datos que presenta, como que tres cuartas partes de los fármacos utilizados hoy en día han sido investigados en laboratorios públicos o acerca de la tecnología que hace a los iPhone inteligentes. En palabras de la propia Mazzucato durante una entrevista para el periódico El País en 2014, «buena parte de esta tecnología fue financiada indirectamente por el Ministerio de Defensa o la CIA. No se trata sólo de dinero militar. Finalmente, mucho de ese dinero público acaba en innovación”.
A nadie extraña que potencias como Estados Unidos inviertan enormes sumas de dinero en desarrollo tecnológico; lo que sale del conocimiento convencional es la forma en que esas inversiones estatales se convierten en activos de empresas privadas. La mitología contemporánea del emprendedor lo presenta como un autor solitario y poseedor de una genialidad singular, misma que lo llevó a construir tal o cual objeto que lo lanzó a la fama y fortuna. Son estos argumentos los que esconden el peso de las aportaciones colectivas que se instrumentan vía estatal.
Dinero público y esfuerzo colectivo
No hay duda de que el esfuerzo individual (aunque muchas veces acompañado de algo de suerte, recordando el trabajo de Feyerabend, filósofo de la ciencia) es el receptáculo por el cual surge la innovación, pero sólo es eso, un eslabón en la cadena de esfuerzos colectivos para construir conocimiento.
Pensemos en el escenario nacional con alguien como Guillermo González Camarena, a quien se le reconoce como una de las personas más inventivas que ha dado el país y se le recuerda por haber ideado la forma de ver la televisión a color. El mito lo presenta como una especie de autor que, gracias a su esfuerzo individual, logró construir su invento. La realidad es que las investigaciones que lo llevaron a crear la televisión a color se realizaron en las instalaciones del Instituto Politécnico Nacional, es decir, Camarena se apoyó en el equipamiento, los profesores, las instalaciones y el conocimiento existente en el IPN, o sea, Camarena tuvo que apoyarse en el Estado. Esto no demerita su logro, pero lo contextualiza en un escenario donde el talento sólo se desarrolla cuando, como sociedad, apostamos a su impulso y formación. No estaría de más preguntarnos también ¿cuál debería ser el retorno social de esa apuesta?
Aceptemos lo siguiente: de manera directa o indirecta, el Estado es el principal motor de la innovación y no únicamente en Estados Unidos; en México ocurre lo mismo. Sólo una cifra debería ser lo suficientemente reveladora, de acuerdo al Sistema Integrado de Información sobre Investigación Científica y Tecnológica (SIICYT): más del 60% de la ciencia en el país es financiada con dinero público, esto excluyendo la inversión que las universidades públicas realizan en temas de investigación y desarrollo, así como los costos formativos del personal capacitado y las ayudas fiscales, materiales y económicas que reciben las empresas que se dedican a la investigación en el país.
Es claro que, en México, el papel del gobierno en temas de innovación es el factor dominante, muy a pesar de quienes reiteran el mito del emprendedor solitario cuyos beneficiarios directos son los inversionistas de riesgo. Este discurso es cada vez más determinante en las políticas públicas porque, en la misma proporción en que se recortan los presupuestos de las becas de CONACYT, se aumenta el presupuesto del Instituto Nacional del Emprendedor, paralelismo con lo sucedido con la política cultural que se ha convertido en el pretexto para tener en la administración pública un área de ocio, entretenimiento y espectáculos. Así, las áreas dedicadas a la creación de conocimiento se convierten en incubadoras startuperas. ¿Crear empresas debe ser el objetivo del Estado frente al desarrollo de la ciencia y la tecnología?
Un retorno social tangible
Si el Estado es el principal impulsor de desarrollo tecnológico, ¿cómo el Estado puede asegurarse de que esa inversión sea socialmente productiva? Una propuesta podría estar en formar un ecosistema de innovación abierto, lo que podría plantearse como una coordinación entre el sector público y privado, con motivo de que todo conocimiento desarrollado que cuente con inversión pública sea de acceso público. Parecería un contrasentido, pero la realidad es que el actual modelo de financiamiento a la ciencia y tecnología no es más que una privatización de dinero público cuya única posible ganancia social (se asume) serán los empleos e impuestos generados por los receptores de las ayudas. Sin embargo, como sociedad podríamos exigir que, más allá de promesas futuras, como principales inversionistas se nos ofreciera un retorno tangible, que puede ser el conocimiento creado con el esfuerzo de todos.
Las medidas de apoyo actuales se centran en la creación de monopolios de ideas, pero históricamente son momentos y lugares en donde el flujo de información es más abierto y dinámico, en el que más innovaciones ocurren. El Social Science Research Council, organización que congrega a las mayores universidades estadounidenses relacionadas con la investigación en ciencias sociales, alertaba en su reporte Media Piracy in Emerging Economies que los modelos de protección a la propiedad intelectual habían ido demasiado lejos y que la aparente homogeneización del marco regulatorio a nivel internacional ponía en desventaja a los países en vías de desarrollo en temas de desarrollo científico y tecnológico.
Si estamos frente a un Estado que es el principal benefactor para la generación de conocimiento, ¿no deberíamos exigir mayor claridad a la hora de solicitarle un retorno social de la inversión pública? La respuesta a cómo detonar ecosistemas de innovación en México puede que tenga mucho menos que ver con el financiamiento o estructura, que con el acceso y la utilidad que le damos al conocimiento pagado por todos.
Independientemente de lo que el sentido común le diga a la mayoría de mexicanos, el Estado es y seguirá siendo el motor de la innovación. Frente a este escenario, nuestra obligación como sociedad debería ser la de exigir una renovación total de las políticas en ciencia y tecnología a nivel nacional, a fin de apoyar al talento local que tenga proyectos que busquen resolver nuestras necesidades como país y no sólo las necesidades de inversionistas a los que poco o nada les importa el bienestar nacional. Necesitamos que esas innovaciones sirvan para mejorar al propio Estado, pues su optimización es cada vez más urgente ante las miles de variables que van surgiendo al interior de la sociedad.
Por último, es necesario exigir que, como contribuyentes, toda la inversión realizada en la materia sea abierta y transparente para dar resultados accesibles al mayor número de personas. Esa es la manera en que no sólo estaremos apoyando a unos pocos privilegiados, sino apostado por la construcción de patrimonio cognitivo común.