Con sólo ochenta años, una buena parte del pensamiento occidental (del que soy producto) está cambiando su apreciación del mundo, pasando de uno que se puede modelar con matemáticas hacia uno de sólo dos valores.
La lógica binaria subyace hoy en nuestras afirmaciones y, por lo tanto, en nuestras expresiones políticas. El indicativo más claro de esta polarización o visión de pensamiento que no admite medias tintas o tonos fue la demoledora frase del expresidente Bush tras el atentado a las Torres Gemelas: “o están con nosotros o están contra nosotros”. Un pensamiento influenciado fuertemente por esta lógica binaria que ahora vemos imbuida en los sistemas de cómputo y que está dominando nuestro actuar en un mundo continuo y complejo.
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En los últimos veinte años, como parte de este mundo estandarizado y simplificado en sus percepciones, cedimos sin pensar nuestro sistema de valores a los objetos. La verdad, cualquiera que ésta sea, reside en los sistemas y fierros de una empresa, y no en nuestras vidas, mucho menos en nuestros gobiernos.
Promesa y paradoja
Utilizar la palabra “cosas” demuestra que no sabemos de qué se trata. El Internet de los Objetos llega en conjunto con el procesamiento de datos sin estructuras (grandes volúmenes de datos y la muerte de las bases de datos estructuradas), con la capacidad de razonamiento y aprendizaje artificial (deep learning e IA general), además del registro puntual de nuestros deseos y acciones, ya sea en sitios o en apps.
El Internet de las Cosas se auxilia —y muchas veces se confunde— con la colocación de sensores para “conocer” el mundo real en un continuo más allá de las centésimas de segundo de nuestras efímeras y cortas vidas, con el artilugio de ofrecernos popularidad y una vida digital eterna.
La paradoja del IoT es explorar un mundo continuo y someternos a una vida digital con pensamiento polarizado, bajo la promesa de que su avance tendrá repercusiones irreversibles en el modo en que vivimos, olvidando que somos humanos y equiparándonos cada vez más a un objeto desechable, reusable y manipulable. Mientras tanto, los objetos son más valiosos no por su precio, sino por su intrusión en nuestras vidas. Tan sólo imaginemos una vida urbana sin celular.
¿Y los gobiernos qué hacen?
Lo anterior obliga a los gobiernos a homogeneizar el uso de las tecnologías. En el sexenio pasado fue patético que mejor regalaran televisiones digitales antes que preocuparse por el cuadro base de una alimentación correcta para nuestros niños y así evitar que la desnutrición deje huella en los individuos cuando son adultos.
Si bien el mundo de las telecomunicaciones y el cómputo son parte sustancial de la calidad de vida, los gobiernos han puesto énfasis en proyectos más cercanos a lo lúdico, cuando deberían propiciar la aplicación para el desarrollo e inclusión de las poblaciones desposeídas. Debieran usar la IA para desarrollar proyectos que permitan la mejora de la calidad de vida como pueden ser: la preservación de las 68 lenguas vivas originales o el acompañamiento a los docentes abandonados y perseguidos, o a los pescadores que por la naturaleza de su producto son presas de los intermediarios. Y no se trata de pequeños apoyos o concursos de “emprendedores” que terminan en proyectos de entretenimiento y no de consolidación de infraestructura, sino de repartir dinero y desarrollar mejor infraestructura para transformar.
Desde la esfera gubernamental, el sentido que puede tener el Internet de los Objetos no es el de ferias de emprendedores, pues se han gastado muchos millones de universidades públicas (entre ellas la UdeG o la UANL) sin un impacto concreto, demostrando que el Estado ha sido incapaz de crear condiciones para el empleo.
Por el contrario, el sentido de incluir IoT en la infraestructura de las ciudades o del gobierno debe ser para mejorar los servicios al ciudadano, no para controlarlo, sino para beneficiar la cohesión y el crecimiento de un tejido social hoy trastornado en la convivencia mínima. Debe utilizarse en la mejora de la salud y, si el individuo lo desea, de su educación, en ampliar las posibilidades de ingreso y no someterlo a la lógica de “emprendes o te mueres de hambre”.
Ser o no ser
En la medida en que se reduzcan sus costos, el IoT será la herramienta para extraer nuestra huella en el planeta. Tenemos la obligación de reflexionar acerca de la libertad y de cómo coexistiremos en un mundo altamente monitoreado, donde la privacidad decimonónica ha desaparecido, dando lugar a una cercana a la existente en los grupos humanos de los primeros días de nuestra evolución, cuando vivían en cuevas. Dicho sea de paso, el negocio que serán la seguridad y la privacidad por un miedo sin sentido que va en aumento. En esa línea, el Estado y sus gobiernos deben alejarse de la tentación de monitorear y vigilar a los ciudadanos.
La diferencia es que, desde la existencia de la medición del tiempo, hemos avanzado en una estandarización que nos impide el disenso en matices y nos obliga a expresarnos en binario al estilo de Shakespeare, “ser o no ser”, dilema que tienen los chicos contemporáneos para poder ser aceptados por objetos que los obligan a ejecutar tareas contra su propio ser, como son los retos lanzados por sistemas.
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Vemos al IoT como la colección de artefactos que pueden ayudar a conocer lo desconocido, pero que nos aleja de nosotros mismos. La libertad de los modernos se puede resumir en elegir entre una y otra opción que los objetos nos presentan, en dejar que nos monitoreen para hacernos la vida más fácil o en rendirnos al estándar para ser zombis con sensores, de tal manera que nos avisen cuándo comer o cuándo dormir, que nos sugieran lo que nos gusta o lo que debemos hacer en nuestro tiempo libre. La libertad y la voluntad están en juego.